lunes, 23 de enero de 2012

Producto de la superficialidad


Por Margarita Rosa Silva

   Hace días escuché dos jóvenes hablar mientras iba en el MIO. Una le preguntó a la otra si iba a ir al concierto de Ricardo Arjona; la otra le respondió que no sabía, porque el de Wisin y Yandel también está próximo. Yo sólo hice una balanza mental entre dos horas de música con un toque de elaboración y letras con sentido, o perreo intenso, atropellos al lenguaje y un sonido repetitivo producido por una caja electrónica.

   Evidentemente, la gran mayoría opta por la segunda opción. Y no es que sea mala – yo misma debo confesar que bailo más de un reggaeton cuando rumbeo –, pero quiero cuestionar aquella manía de pensar que un género cuyas canciones son olvidadas a los tres meses pueda ser un  estilo de vida o un producto musical de calidad que vaya más allá de una imposición social absurda.

  Personalmente, me he sentido marciana de vez en cuando al mencionar palabras como jazz, rock alternativo o música clásica. Y no porque no se sepa a qué se refieren, sino porque en medio de las exigencias de nuestra sociedad, es más importante una cultura de violencia (si tenemos en cuenta que los reggaetoneros se la pasan madreando a sus colegas en las canciones), bailarinas semidesnudas y ostentación de carros extra caros y medallas de oro tamaño familiar.

  Eso, sin contar los atropellos descarados al lenguaje. Lamentable el no poder pronunciar el nombre de su propio país correctamente, o dime si no “vistes” cómo pronuncian Puelto Lico. Y ni hablar de frases como “mami pon la olla que aquí está tu caldo” que millones de mujeres cantan eufóricas sin detenerse a pensar lo ofensivo que puede llegar a ser. Afortunadamente, muchas de sus letras son tan mal vocalizadas y tienen vocabularios tan rebuscados que no es posible comprenderlas.

   Esto es tan sólo una invitación a aquellos que defienden el género, a que se detengan a pensar, sólo un poco, sobre éste hijo bobo de la música que es producto de la ambición, lujuria y superficialidad de unos cuántos que sólo buscan alimentar su ego.


*Artículo publicado en el periódico El Giro

Las otras 11 caras del 911

Por Margarita Rosa Silva
Reseña basada en la película 11'09''01 September 11. Más información http://es.wikipedia.org/wiki/11'09%2201_-_September_11

  11'09"01 es un documental compuesto por 11 cortometrajes dirigidos por 11 cineastas de diferentes lugares del mundo, cada uno encargado de mostrar los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 desde la perspectiva en que fueron asimilados en su país. Cada cortometraje dura 11 minutos, 9 segundos y 1 imagen, simbolizando la fecha en que sucedió el atentado.
Entre estos cortometrajes, se destaca el de Ken Loach, de Reino Unido, aunque en realidad su procedencia es Chilena, y la visión que muestra de los hechos es la de este país.
   El cortometraje narra los acontecimientos que se desarrollaron también el 11 de septiembre, pero de 1973, en Chile, más conocidos como “La caída de Allende”. En blanco y negro, el director cuenta su experiencia personal en los hechos, los cuales fueron, según él, causados por los mismos Estadounidenses en ese entonces, debido a razones políticas y de poder. Así, nos deja la reflexión de cómo todo en la vida se devuelve y justamente en la misma fecha, USA sintió un dolor tan grande como el que años atrás hizo sufrir a los chilenos. Es una gran ironía planteada por el director, con la finalidad de hacer reflexionar al mundo y denunciar lo sucedido, que ha callado durante tanto tiempo.
    Este es un muy buen cortometraje, con unas imágenes impactantes y una historia escalofriante, todo lo que un buen cortometraje debe tener. La secuencia está bien desarrollada y la calidad audiovisual es alta, considerando que es cine independiente. El mensaje de denuncia llega al espectador y causa un impacto profundo en él, logrando el objetivo que el director se propone. El director establece una conexión estrecha con el espectador, aspecto básico para que una producción de este tipo sea exitosa y tenga aceptación en el público.
   Si usted es de los que no traga entero, y le gusta investigar a fondo los acontecimientos, mirando todas las caras de la moneda, no se pierda este fascinante cortometraje. Franco, irónico y estremecedor, esta es una producción que vale la pena ver, sobre todo si se es fanático del cine independiente. Es una mirada abierta otra realidad oculta en la penumbra, esa realidad que pocos quieren conocer, pero que tarde o temprano revolucionará la imagen que tenemos no solo de Estados Unidos, sino de muchos otros acontecimientos que se nos han presentado al amaño de unos pocos, que nos poncen la venda en los ojos.

Un tatuaje para Elisa*

Por: Margarita Rosa Silva
 

Una tarde en una sala de tatuado y perforación conociendo los secretos del arte de la piel, que más allá de ser una forma de decoración, exterioriza  emociones y vivencias personales.



      ¡Ay no! Yo sé que me va a doler... – dijo Elisa*, arrugando la cara al escuchar el sonido (similar al que produce la fresa de los odontólogos) de la máquina tatuadora.
   Recostada sobre la camilla negra – semejante a la de un hospital y que había sido previamente forrada con papel plastificado por higiene – me miró como un cachorro asustado y me agarró fuertemente la mano, estrujándome el dedo índice hasta enrojecerlo.      Nah, dejá el alboroto que eso no duele sino un poquito – dijo John Jader, sosteniendo la pistolita tatuadora, con sonrisa un poco cínica pero llena de calma.
   Y sin más preámbulos, como un artista que maneja a la perfección su pincel, comenzó a trabajar su lienzo con habilidad asombrosa.
      ¡Ah gran hijue..! – gritó Elisa, apretándome la mano como quien se aferra a un árbol en medio de un huracán, llevándose la otra mano a la boca. Noté que sus ojos se aguaban y que clavaba la mirada fijamente al techo, intentando pensar en quien sabe qué cosas para alejar su mente del dolor.

A la espera del cliente

     Horas atrás, más o menos a las 3 de la tarde, llegué a ‘Tribu – Tatuajes & body piercing’, ubicado en la Calle 5 con Cra 5, en un centro comercial de apariencia vieja y poco llamativa. A diferencia de otros sitios con la misma función ubicados en la Calle 5, Tribu no tiene las paredes negras ni luces azuladas. 
     Ni siquiera la tipografía del letrero, de color azul con fondo blanco, da una impresión de ser un sitio ‘dark’, como sí pareciera que quieren aparentar los demás sitios. Cuando entré me sentí como en cualquier local de Chipichape o Unicentro donde venden ropa y accesorios, por el tamaño y la sensación confortable que sentí al entrar. Venden blusas pintadas a mano y accesorios como hebillas y joyas para piercing.
    El local está rodeado de vidrios, de tal forma que desde afuera se ven la mercancía y el mostrador donde atiende un joven de unos 26 a 30 años. Además, se ilumina ampliamente por la luz natural que en conjunto con las paredes blancas lo convierten en un lugar agradable. 
    Un amplio sillón negro a la entrada izquierda produce sensación de confianza y a un lado hay unas escaleras en forma de caracol. En la entrada derecha, por donde ingresé, hay también otras escaleras de caracol, bastante estrechas, por las que subí ansiosa.
     El segundo piso es tan sólo la mitad del primero, de tal forma que desde arriba puede uno asomarse y ver el primer piso. Al igual que abajo, este piso está subdividido en dos cuartos: uno donde está la camilla y otro donde hay una especie de baño - sólo con lavamanos y una botella de alcohol - y un escritorio de madera, donde encontré sentado a un joven de tez blanca y barba incipiente, vestido con jeans, camiseta negra y gorra café. El sitio era muy acogedor, parecía un pequeño taller de un pintor, sólo que no había óleos sino lápices de colores, y una gran pintura en lienzo, de unos dos metros de alto, de fondo negro y colores vivos.
     Aquel joven estaba pintando con colores de ‘doble punta, doble color’, una figura que a primera vista no pude reconocer bien porque estaba hecha a lápiz y lo que pintaba en su interior, con color rojo, no tenía forma aparente.
    Me volteó a mirar y me sonrió sutilmente. Como yo había estado ya ahí el día anterior, me reconoció de inmediato. Habíamos acordado que yo vendría a esa hora porque él tenía cita con una joven que se quería tatuar. Me saludó y me notificó que ella aún no llegaba: “Si querés la podés esperar” dijo suavemente, pese a que sonaba una canción de Calamaro en un volumen que no facilitaba el diálogo. Yo asentí y le di las gracias, mientras admiraba la facilidad con la que degradaba el rojo en lo que, ahora sí pude descifrar, era la boca abierta de un lobo.
      Al verme de pie me dijo “Ay no, vení te traigo un asiento, cómo te vas a quedar ahí parada”, con una actitud siempre amable que dibujaba una cálida sonrisa u da la sensación de que es una persona sencilla y descomplicada.
    Me senté a su lado mientras él seguía pintando con su brazo derecho, que estaba completamente tatuado desde la muñeca hasta el codo.
      ¿Y hace mucho que haces tatuajes? – le pregunté.
      Pues sí – me dijo, sin despegar la mirada del dibujo – desde que tengo 17 años y ya tengo 23.
      Y cómo aprendiste...
      No pues uno aprende con otros tatuadores, ellos le van enseñando a uno – me dijo mientras yo notaba que en la ceja izquierda tenía una cicatriz en la que supuse alguna vez hubo una perforación.
      ¿Y qué es lo que te gusta de los tatuajes?
      Pues hay gente que dice que esto es arte. Como yo estoy en esto, pues me los he hecho como adorno. Éste – dijo señalando un tatuaje de una rosa roja que tenía en el pliegue del brazo izquierdo – me lo hice cuando mi abuela murió y así hay gente que se los hace por gusto o decoración o hay unos que lo hacen muy frecuentemente, cuando les pasa algo importante. Yo me hago uno por ahí cada año, ya tengo cuatro en total – y se levantó el jean para mostrarme uno que tenía en la pantorrilla izquierda. El que me faltaba por notar era otro en el antebrazo izquierdo que decía “RESPETO” en tipografía gótica.
      ¿Y qué con las perforaciones?
      Pues he tenido muchas, por ahora sólo tengo las expansiones en las orejas, sino que hoy no las tengo puestas. Pero he tenido varias que me he quitado porque van perdiendo la gracia.
   Así, mientras pintaba el lobo, me contó varias cosas de su vida. Que está estudiando artes plásticas en el IPC, que vive sólo desde hace tres años y que los tatuajes son su fuente de ingreso. Con ello me di cuenta de que era tan común y corriente como yo o cualquier otro joven y que aquello de los tatuajes, más que un trabajo, es una pasión que ejerce por verdadero gusto y talento.
      Y qué piensan tus papás de ésto – le pregunté, pensando en que me iba a responder que hace mucho no los veía, o que no estaban de acuerdo con lo que hacía.
      Nada. Anoche me quedé a dormir donde ellos – me respondió tranquilamente, cambiando de dibujo, a una mariposa que apenas empezaba a tomar vida con un amarillo pálido –. Ésta es la mariposa que se va a hacer Elisa, la pelada que viene ahora.

Marcas temporales
     En ése momento subió otro joven, de ojos café claro - bonitos e impactantes -, perforación en la ceja izquierda, expansiones en las orejas, una pequeña mancha café en el lado derecho de la punta de la nariz y el pelo formando una especie de cresta, no muy pronunciada. Me acerqué a él y me presenté; se llamaba Gustavo y cuando le conté mi intención de escribir una crónica sobre lo que ellos hacían, me sonrió y me dijo “¡Chévere!”, con un gesto amable y cálido que me hizo sentirme aún más cómoda de lo que ya me sentía en aquél lugar, del que inicialmente pensé, sería frío y temeroso.
     Acto seguido, entró a la habitación del lado izquierdo una pareja de novios que querían hacerse un tatuaje en henna, tinta especial para tatuajes temporales. Se sentaron sobre la camilla y noté que la jóven, de blusa negra y converse del mismo color, tenía un botón en el pecho que decía “No reggaetón”. Gustavo – o Tavo, como le dicen todos – les tatuó en la parte interna del antebrazo sus respectivos signos, cáncer y virgo en letras chinas, como sellando un pacto de amor entre los enamorados.
     El procedimiento fue muy simple: primero, calcó de unas páginas de fotocopia que tenía, el motivo a realizar; después aplicó Repelex (repelente para insectos en barra)  en la zona a tatuar y puso el dibujo encima de la piel, haciendo presión para que la tinta pasara y quedara como una guía para aplicar la tinta real.  
   Después, con papel de cocina, retiró el exceso de repelente y comenzó a rellenar la figura con un tarrito pequeño que se asemeja al de las gotas para los ojos u oídos, pero con punta metálica, y que contenía la henna que es de color negro.
    “Eso se seca y queda como una carachita que se quita sola y les queda manchadita la piel”, le dijo Tavo a la pareja una vez que terminó.
    Cuando se fueron, sentí bastante curiosidad y le pregunté a John cuánto costaban esos tatuajes y cuánto duraban. “Pues de cinco mil en adelante y te dura por ahí diez días”. Sin pensarlo dos veces le dije que me quería hacer uno, entonces Tavo me pasó un envuelto de papeles en los que había diseños de todos los tipos, desde tribales hasta animales, marineros y hasta mujeres desnudas.
      Escogí un Ying Yang que tenía forma de sol y le dije que me lo hiciera en el mismo lugar donde la pareja se lo había hecho, pero entonces me pidió que lo esperara un momento, porque iba a hacer una perforación.
     Seguido a ésto, subió un Joven trigueño que se sentó en la camilla negra. A un escaso metro de ésta hay una silla de barbero bastante vieja, que no utilizan mucho, según pude ver. Me senté al lado y observé cómo el muchacho sacaba la lengua y, Gustavo, después de ponerse guantes de látex y tapabocas, envolvía la lengua con un papel de cocina para secarle la saliva.
    Con un micropunta, Tavo marcó hábilmente los orificios por los cuales introduciría la aguja. Después de que el joven se mirara al espejo y aprobara, cogió una aguja de jeringa que previamente había partido con cuidado y la untó con Roxicaína (anestesia). Unos segundos después, agarrando el órgano firmemente como un carnicero que manipula su carne con destreza, introdujo la aguja horizontalmente. 
    Inmediatamente, sin quitarla, metió la argolla por un lado y la aseguró, para luego sacar la aguja y desecharla en un tarrito rojo como el que tienen los hospitales para eliminar objetos cortopunzantes. Con el papel de cocina secó un poco de sangre que le había salido y asintió como un chef cuando termina su plato más exclusivo.
      Listo parce. Te tenés que cuidar de las comidas calientes y picantes, no tomar trago ni fumar hasta que se te sane y no dar sexo oral por un mes – le recitó Tavo a su cliente, quien se había mantenido inexpresivo todo el tiempo, incluso cuando la aguja había entrado en su lengua, como si se sintiera orgulloso de su valentía al hacerse cosa semejante. Tal vez este tipo de prácticas sean una forma de demostrarse a sí mismo el coraje para enfrentar riesgos.
    Apenas se fue, Gustavo siguió conmigo. Calcó el dibujo que escogí –un ying yang en llamas, me aplicó el Repelex y se dedicó a delinear y rellenar con precisión milimétrica la figura. Cuando terminó, el tatuaje quedó como una figura en relieve y sentí una sensación refrescante en la piel, como la que queda en la boca después de comerse una menta o cepillarse los dientes.

El tatuaje de mariposa

    Eran ya las 5:30 cuando mi tatuaje temporal estaba terminado pero fresco. En eso llegaron dos niñas, una en uniforme de colegio y la otra en falda de jean, sandalias y blusa amarilla, que saludaron a John y luego se acercaron a Tavo, a quien saludaron con mayor entusiasmo. Inmediatamente las dos se percataron de mi tatuaje y comenzaron a hacerme toda clase de preguntas sobre él, incluso lo admiraron. Entre tanto, me di cuenta de que la del uniforme era Elisa, la que se haría el tatuaje de mariposa.
    Hay quienes, como una profesora que me dio clases en el colegio, aún piensan que quienes se hacen tatuajes son “los de la calle”, los presos y los marineros. Sin embargo, el arte de los tatuajes viene desde tiempos arcaicos e incluso nuestros ancestros indígenas lo practicaban con diversos fines.
    Y es que, contrario a lo que uno esperaría, Elisa no tenía ningún tatuaje. Ni ella ni su amiga. Además, por el colegio en que estudiaban y la manera en que hablaban, deduje que eran niñas de estrato alto, con ganas de experimentar cosas nuevas, típicas de una niña de su edad (16 años).
    La de la falda de jean, María del Mar, mantenía constantemente una expresión de alegría, como si todo le pareciera hermoso, además de que tenía una amplia sonrisa que esbozaba cada vez que reía. “Yo soy un chocolate envuelto, ¡soy tan dulce!” me dijo, arrugando los ojos. Curiosamente, ambas simpatizaron conmigo al instante. 
    Me contaron que ambas se habían hecho hacía dos semanas un piercing en la lengua ahí mismo en Tribu, pero que María del Mar se lo había tragado dormida. Más adelante pude percatarme, por un tic que tenía Elisa de morder la joya de su piercing, que ella sí lo conservaba.
    Por su lado, John Jader comenzó a preparar lo necesario para trabajar: envolvió la camilla negra con papel plastificado, sacó las tintas de diversos colores – rojo, amarillo, verde, negro, azul -, sacó dos barras metálicas con múltiples agujas (del grosor de un alfiler) en la punta, una para delinear y otra para colorear y las metió en las máquinas tatuadoras, similares a pistolas metálicas. Una de ellas tenía una hoja de marihuana del mismo material como adorno.
    Mientras tanto, Elisa me contaba la razón para hacerse el tatuaje: quería tapar la cicatriz que le dejó una operación por apendicitis. Lo de la mariposa era porque desde pequeña le ha gustado ese animal. También me contó sobre ella misma:
      Yo soy una persona muy cerrada, antipática con la mayoría de la gente. Es que después de lo que le pasó a mi mamá uno ya no confía en nadie y por eso a mí todo me importa un culo – me comentó, como si me conociera de toda la vida.
      Ah... y ¿Qué le pasó a tu mamá?.
      Mi papá la mató – respondió de forma casi inexpresiva, como si realmente no le importara; como alguien que cuenta una anécdota cualquiera de su infancia.
    En el momento me quedé en shock. Me tomó totalmente por sorpresa y por dentro sentí que el corazón se me exprimía. Ni siquiera se me ocurrió pensar que me estaba mintiendo – aunque quien sabe. Ella siguió hablando, diciéndome que por eso ella no quería a su papá, que le daba igual.
      ¿Y a tu papá no le hicieron nada? – le pregunté sorprendida.
      No, pues el se cambió el nombre y los apellidos y se perdió, entonces nunca le hicieron nada. Yo lo veo por ahí de vez en cuando, pero yo vivo es con mis abuelos.
   Quedé aún más estupefacta y recordé algunas cosas que la gente suele afirmar sobre los que se tatúan o perforan: muchos lo hacen porque han vivido situaciones difíciles que les dejan una marca en el alma y deciden llevarla en la piel, como si necesitaran desesperadamente recordarla a cada instante.
    Cuando John Jader por fin terminó de alistar los instrumentos, Elisa se quitó la falda quedándose en unos shorts diminutos. Acto seguido, se los desabrochó sin rastro alguno de pena y se acostó en la camilla a petición de John, quien le puso papel de cocina en medio de la piel y los shorts, para que no se mancharan con la tinta.
      ¿Te importa que sea público? O tapamos esa puerta de ahí – dijo señalando el pasadizo que comunicaba las dos habitaciones y que en realidad no tenía puerta.
      Nah! – le respondió ella alzando los hombros y arrugando la boca – así no más, eso que importa.
     Fue ahí cuando Elisa pareció despertar de un profundo sueño y pensó en el dolor que le esperaba. Aferrada a mi mano, soportaba el dolor que la máquina le producía. John comenzó por delinear la mariposa con negro, para lo que regó una considerable cantidad de vaselina sobre la mesa que estaba a su lado – donde tenía todos los instrumentos – y untó una pequeña cantidad de tinta negra sobre ella. 
     Durante el proceso, untaba la punta de la pistola con la tinta encima de la vaselina, ponía algo de ésta última también sobre la piel de ella y con una habilidad admirable comenzaba a repintar las líneas del boceto que previamente había transferido a la piel de Elisa. Noté cómo el abdómen de ella se contrajo con el primer trazo: la aguja entraba y salía de su piel con una velocidad increíble, como un pájaro carpintero. Salían pequeñas cantidades de sangre y exceso de tinta que él limpiaba con papel de cocina, a medida que las líneas iban quedando definidas. 
     Después de unos minutos, Elisa me soltó y se llevó las dos manos a la cara, tapándosela y haciendo presión sobre ella, como si pensara que así eliminaría el dolor. Yo mientras tanto observaba cómo la mariposa tomaba vida y penetraba en la piel de Elisa, echándole un vistazo de vez en cuando también a mi tatuaje que comenzaba a secarse y desprenderse como una caracha, dejando tan sólo la imagen absorbida por la piel.
     En eso, John se demoró una media hora, rematando los extremos de las alas con una franja negra gruesa con bolitas sin rellenar en su interior. De igual forma hizo una franja que atravesaba verticalmente el cuerpo de la mariposa. 
    Luego cambió de pistola para rellenar por fin la figura y, como había hecho anteriormente con el negro, echó un poco de cada tinta sobre la vaselina y comenzó pintando una franja roja horizontal en las alas, sobre la piel enrojecida. Luego, pintando en círculos, rellenó los extremos de las alas con amarillo, degradándolo hacia el centro, y noté que la cicatriz de Elisa sangraba un poco.
      Ésta duele menos ¿cierto? – le preguntó John con una sonrisita burlona. Ella tan sólo se quitó las manos de la cara, soltó un sonoro ¡Já! y cerró los ojos, mordiéndose la boca.
     Yo, al ver que todos los poros estaban llenos de sangre, me preocupé por el destino de aquélla aguja que podía traer tantos peligros consigo.
      Ve, pero esas agujas son....
      Desechables, claro – me respondió con seriedad – porque las agujas igual se van gastando a medida que uno va tatuando y si uno las reutilizara, igual no le servirían. Y pues obviamente es muy delicado porque puede traer enfermedades y cosas de esas.
     Prosiguió rellenando el interior de las alas con verde y un poco de rojo. Finalmente, rellenó el cuerpo con café y le puso unas pequeñas manchas blancas a lo largo de éste. Ante mis ojos vi una mariposa bella y colorida a la que, para ser tan maravillosa como cualquier otra, sólo le faltaba volar.
     Elisa pareció recuperar las fuerzas y, admirando su nuevo y hermoso tatuaje, se levantó de la camilla muy contenta. John Jader le envolvió la cintura con papel plastificado para que no se manchara los shorts, mientras ella le daba las gracias por aquella obra de arte. Yo por mi parte, noté que mi tatuaje ya estaba seco.
      ¿Me quito la caracha? – le pregunté mostrándole el brazo.
      Lávatelo debajo del chorro del agua para que la piel absorba mejor la tinta y el tatuaje te quede más negro.
Entré al ‘semibaño’ y, efectivamente, luego de lavarme el área y quitar la caracha con el agua, el tatuaje quedó más nítido de lo que estaba antes.
    Elisa se despidió fugazmente después de ponerse de nuevo la falda, como si el sólo sitio le recordara el dolor del tatuaje y quisiera salir de ahí. De inmediato bajó a buscar a su amiga que desde hacía rato se encontraba en el primer piso con Tavo, mientras que John acomodaba de nuevo la camilla, desechaba en el tarro rojo las agujas y recogía todos los materiales, con la satisfacción que deja haber terminado las labores del día con un impecable trabajo. 
     Después de la agitada jornada y complacida con mi tatuaje, quedé admirada con los diversos significados que podía tener un sencillo dibujo en la piel. No me queda duda alguna de que los tatuajes son un arte profesional, pero sobre todo, seguro e higiénico que – contrario al arcaico concepto que se tiene de ellos – no es privilegio sólo de presos y marineros.



* Nombre cambiado para proteger la identidad.

La realidad al desnudo: Restos de una bomba.

Por: Margarita Rosa Silva

Un día en los alrededores del Palacio de Justicia, después de una bomba que tan sólo desnudó los muchos problemas que existen a los alrededores de esta importante institución.

    A la entrada de lo que antes era un Palacio de Justicia, ahora sólo hay un hombre de unos sesenta años, robusto y de cabello canoso, recostado en la reja negra con la mano en la cintura, como quien cuida carros en la calle. Son casi las diez de la mañana y a la puerta no para de llegar gente buscando una respuesta sobre el futuro de sus trámites o simplemente curiosa por saber qué va a suceder con la entidad.
– ¿Todo lo dañó? – pregunta un hombre de unos 40 años, bigote, mirada entrecerrada y sonrisa picaresca, como la de aquél que sin querer oye una conversación ajena y la encuentra graciosa.– Todo lo dañó, unos menos que otros pero todos los edificios quedaron malos – responde el guardián del Palacio silencioso.
– Y entonces no están trabajando pues. Y ahora empiezan a voltear con uno... Uno llega allá sin orden y eso y nada es lo mismo... – alega con tono indignado una mujer mayor, de pelo rizado, cejas tatuadas y lunar encima de la boca.
– Imagínese, ellos en paro y destruida la sede. Esto es un caos, le cuento – reitera el hombre del bigote.
– Y esto es la seguridad democrática, vea y les apuesto que vuelven y votan por Uribe, eso no sirve, ¡Por Dios! – exclama la mujer con el lunar, mientras agita sus manos ágilmente, como cuando la mamá de uno lo regaña por algo.
– ¡Qué viva el gobierno! ¡Viva Uribe! – le responde enérgicamente el hombre del bigote, esbozando una amplia sonrisa y sin perder esa expresión de picardía que tenía desde el primer momento.
– No pues sí, es que uno necesita que lo atiendan, a ellos les pagan sin trabajar, a uno no... Y los casos quedan todos suspendidos – insiste la mujer.
– Pues hasta mejor, porque si a usted lo han embargado... – responde el vigilante, soltando una sonora carcajada, mientras la mujer hace una mueca de disgusto y pelea sola.
     Así transcurren las horas en este sitio desde hace tres semanas, cuando al Palacio de Justicia de Cali le pusieron una bomba a la media noche. Las instalaciones del edificio quedaron seriamente afectadas e infinidad de establecimientos alrededor sufrieron pérdidas millonarias a causa del atentado.
    Tras escuchar el alegato de los usuarios insatisfechos, un hombre de más de 60 años, vendedor de lotería, escucha atentamente lo que sucede. Cuando me acerco a preguntarle si me colabora contándome como van las cosas por ahí desde la bomba, me responde bruscamente “No mami, yo no sirvo pa’ esas cosas” y se aleja con una  rapidez extraordinaria, si se tiene en cuenta que cojea con la pierna izquierda. Cualquiera pensaría que al acercarme lo amenacé con robarlo.
   No fue la única negativa. Al continuar caminando, en medio de negocios bullosos y desordenados, plagados de artículos hasta en el techo, un hombre de baja estatura, con un aire indígena, pasa con una carreta de madera vendiendo piña. Me acerco a comprarle y le pregunto cómo le ha ido con la venta después de la bomba. “No, yo lo veo igual, sigue mucho movimiento” me responde como si le hubiera preguntado cómo andaba la familia. 
     Con ésto, comienzo a preguntarme hasta qué punto aquello de la bomba afectó a la gente, o si esa indiferencia no es más que una excusa para no hablar de un tema que representa una herida abierta más en una ciudad llena de problemas.
   Alrededor del establecimiento las calles están rodeadas de policías, cerradas con vayas verdes – las mismas con las que cierran alrededor del estadio cuando va a haber partido o concierto. Recostados sobre las vallas, tomando jugo al frente de la farmacia, caminando en parejas o tríos con sus uniformes verde pino y gorra del mismo color, aquellos hombres cumplen con la orden que recibieron de vigilar alrededor del edificio. 
    En la parte frontal del Palacio de Justicia, que da hacia la carrera 10, sólo se vislumbra un edificio abandonado y sin vidrios y una solitaria bandera que cuelga horizontal de una de las ventanas, como si a alguien se le hubiera olvidado recogerla antes de irse.
    Enfrente, en mitad de la calle, un árbol fue una víctima más del atentado. Con el tronco negro y las ramas apenas sosteniendo su propio peso, se yergue como una mano abierta que sostiene el mundo. Sin embargo, tan sólo tres semanas después del hecho que atentó contra su vida, se encuentra cubierto de pequeñas hojas verdes, como quien se recupera de un cáncer maligno que lo tuvo a punto de morir.
      Al otro lado de la calle hay varias ventas de flores. En medio de todos, hay una que  llama la atención, una improvisada carpa blanca establecida en un lote vacío que, antes de la bomba, era la mueblería “Mi casa del mueble”. Bajo aquella carpa, sostenida por tubos de aluminio y amarrada con listones rojos similares a los que se les pone a los carros mortuorios, varios ramos semi-marchitos esperan a su venta. 
       Un hombre de camiseta amarilla con azul y botas negras pantaneras las riega con agua, mientras que un hombre canoso, con la piel roja quemada por el sol y ropa de trabajo, intenta partir un tubo oxidado que sale del  suelo. Con las manos remueve la tierra y a la vez pica con una pala para poderlo partir. Aunque lo observé por largo rato, no logré comprender que hacía, pero deduje que era un obrero de la construcción de al lado.
       En el lugar donde antes habría estado la entrada de la mueblería, ahora dos guaduas sostienen un pendón de colores vistosos que dice “Mi casa del mueble. Pon tu semilla, sólo faltas tú!” y termina con los logotipos de canales de televisión y otras empresas que apoyan la causa. 
       Al lado izquierdo de las guaduas, rodeado por unas vallas similares a las de la policía, está lo único que la bomba le dejó a Jairo Andrés Páez, el dueño de la mueblería: artículos de casa como nocheros, mesas y demás, descoloridos y sin gracia, hacinados contra la pared, como una familia de desplazados en la esquina de una gran avenida.
    Hacia el fondo, se aprecia el lote vacío y rectangular de lo que antes fue una casa. Del techo sólo quedó, con algunas partes quemadas, el armazón de hierro que sostenía probablemente láminas de eternit. A duras  penas se sostiene en su lugar, pero en lo que vendría siendo la mitad de la casa se desploma y se soporta sobre una guadua puesta estratégicamente para resistir el peso. 
      A medida que me desplazo hacia el fondo, rodeada tan solo de paredes blancas, la sensación de soledad aumenta. El piso de baldosa tiene grietas como las que dejaría un gigante al pasar. Más allá, haciendo luto en silencio, un clavel rojo yace tirado en medio de la nada, como una oda a lo que fue y ya no está.
    Detrás de la carpa de las flores, un hombre de piel arrugada y bronceada, con ropa desgastada y sombrero de paja, barre con una escoba de cerdas rojas, recolectando todo aquello que para la mayoría sería basura, pero para él es un tesoro. Me mira y me sonríe sutilmente, mientras yo me pregunto cómo alguien puede esbozar una sonrisa tan sincera, mientras barre bajo aquél insoportable sol.
   Recostado a la valla, el hombre de la camiseta amarilla, Husman Alfonso Londoño me cuenta sobre la bomba. Moviendo las manos enérgicamente dice que él es vigilante de la noche y dueño de las flores. “¿Usted cree en los ángeles? Yo sí. Pregúntele a cualquiera, que desde que no me pasó nada con lo de la bomba yo predico la palabra del Señor en cada momento que puedo – me dice mientras se limpia el sudor de la cara con su camiseta. 
     "El que sí quedó bien nervioso fue él" – dijo Husman señalando a un hombre delgado, de gorra blanca y chaleco naranja que llegaba en su moto -  ¡Hey! ¡Ronald! ¡Contále a ella lo de la bomba!”. El hombre respondió girando bruscamente la cabeza y diciendo “No... Yo quiero olvidarme de eso”, pero luego, haciéndose el rogado, accedió a contar lo sucedido. Se acercó cojeando y se recostó donde anteriormente estaba su jefe.
-Uy es que me está doliendo la rodilla. Ayer me choqué en una moto. Es que a mi la muerte me anda persiguiendo, en menos de un mes he tenido tres accidentes, contando lo de la bomba – dijo mientras intercambiábamos risas.- Pues antes agradezca que sigue vivo después de tanta cosa que le ha pasado – le respondí con entusiasmo, como animándolo a que me contara más.
- Pues bueno vea, yo estaba acá sentado, cuando vi el carro que venía como despacio y yo dije ‘uy se varó’, y de pronto se bajaron unos manes, no me pregunte como eran porque no le puedo decir, pero yo solo sé que dejaron el carro ahí – dijo señalando el sitio de la explosión con el dedo de en medio, porque al índice la bomba le voló la uña – y salieron como alma que lleva el diablo. Yo estaba escuchando música y cuando esa vaina explotó, me caí al suelo y los audífonos me salieron de la oreja en pedacitos. No me podía parar y medio me arrastré...
      Entre anécdota y risa, soltaba comentarios como:
- Yo con eso quedé muy nervioso, ya no soy el mismo de antes. Últimamente me voy por allá solo y me pierdo y nadie sabe nada de mí;
- El gobierno es una basura, no me ha ayudado en nada.
-Cuando me recupere me levanto y sigo mi vida otra vez – y de vez en cuando miraba el reloj como quien no quiere la cosa, evadiendo una que otra pregunta.
      Son casi las once y pasan ríos y ríos de gente que mira, lee y pasa derecho como con lástima y a la vez apatía por algo que les es completamente ajeno. Con curiosidad me acerco al hombre que, después de unos veinte minutos, sigue sin lograr partir aquél tubo. Lo observo unos segundos y me aventuro a preguntarle qué sabe de la bomba. Con una mirada similar a la del hombre de la lotería, fría e indolente me responde:– Yo que le puedo decir mami, ¿yo acaso estaba por acá? Yo no sé nada.
    Cuando trato de insistirle en que me cuente cómo ha sido el panorama, me mira con cara de desesperación y me repite que no sabe nada. De repente, una mujer de unos 50 años con  ropa desgastada y una mirada ahogada en tristeza y soledad, me interrumpe en mi cacería y me dice:
– Madre, ¿usted va a botar esos pétalos? - yo bastante sorprendida y confundida la miro con cara de confusión.
– ¿Qué? – le respondo bruscamente.– Que si usted va a botar esos pétalos – me repite con el tono de aquél que le reclama a otro el desperdiciar comida o dinero y me señala un montón de basura, tallos, flores marchitas, escombros y pétalos que reposan a mi lado.
– El de las flores es el de allá mami – le responde el trabajador de la pala, señalando al hombre de las botas pantaneras.
– Ah bueno gracias – responde aquella triste y desolada mujer que procede a hablar con Husman Alfonso.
     Intrigada y confundida, observo cómo aquella robusta mujer, con restos de tinte rubio en el pelo y chanclas casi sin suela, toma una bolsa negra y comienza a recoger, uno a uno y con una delicadeza propia de una mujer de su edad, los pétalos que estaban tirados en el suelo.
      Con el corazón sobrecogido, comprendo al fin la escena y me surge una pregunta: ¿Es de verdad la bomba lo peor que le ha pasado a esta gente? Algunos evaden el tema; otros se emocionan al hablar de ello; otros simplemente pasan por la vida con una bolsa negra o una escoba, recogiendo sobras de la vida de aquéllos que por alguna razón desconocida, han sido un poco más afortunados en el camino.