Por: Margarita Rosa Silva
Una tarde en una sala de tatuado y perforación conociendo los secretos del arte de la piel, que más allá de ser una forma de decoración, exterioriza emociones y vivencias personales.
– ¡Ay no! Yo sé que me va a doler... – dijo Elisa*, arrugando la cara al escuchar el sonido (similar al que produce la fresa de los odontólogos) de la máquina tatuadora.
Recostada sobre la camilla negra – semejante a la de un hospital y que había sido previamente forrada con papel plastificado por higiene – me miró como un cachorro asustado y me agarró fuertemente la mano, estrujándome el dedo índice hasta enrojecerlo.– Nah, dejá el alboroto que eso no duele sino un poquito – dijo John Jader, sosteniendo la pistolita tatuadora, con sonrisa un poco cínica pero llena de calma.
Y sin más preámbulos, como un artista que maneja a la perfección su pincel, comenzó a trabajar su lienzo con habilidad asombrosa.
– ¡Ah gran hijue..! – gritó Elisa, apretándome la mano como quien se aferra a un árbol en medio de un huracán, llevándose la otra mano a la boca. Noté que sus ojos se aguaban y que clavaba la mirada fijamente al techo, intentando pensar en quien sabe qué cosas para alejar su mente del dolor.
A la espera del cliente
Horas atrás, más o menos a las 3 de la tarde, llegué a ‘Tribu – Tatuajes & body piercing’, ubicado en la Calle 5 con Cra 5, en un centro comercial de apariencia vieja y poco llamativa. A diferencia de otros sitios con la misma función ubicados en la Calle 5, Tribu no tiene las paredes negras ni luces azuladas.
Ni siquiera la tipografía del letrero, de color azul con fondo blanco, da una impresión de ser un sitio ‘dark’, como sí pareciera que quieren aparentar los demás sitios. Cuando entré me sentí como en cualquier local de Chipichape o Unicentro donde venden ropa y accesorios, por el tamaño y la sensación confortable que sentí al entrar. Venden blusas pintadas a mano y accesorios como hebillas y joyas para piercing.
El local está rodeado de vidrios, de tal forma que desde afuera se ven la mercancía y el mostrador donde atiende un joven de unos 26 a 30 años. Además, se ilumina ampliamente por la luz natural que en conjunto con las paredes blancas lo convierten en un lugar agradable.
Un amplio sillón negro a la entrada izquierda produce sensación de confianza y a un lado hay unas escaleras en forma de caracol. En la entrada derecha, por donde ingresé, hay también otras escaleras de caracol, bastante estrechas, por las que subí ansiosa.
El segundo piso es tan sólo la mitad del primero, de tal forma que desde arriba puede uno asomarse y ver el primer piso. Al igual que abajo, este piso está subdividido en dos cuartos: uno donde está la camilla y otro donde hay una especie de baño - sólo con lavamanos y una botella de alcohol - y un escritorio de madera, donde encontré sentado a un joven de tez blanca y barba incipiente, vestido con jeans, camiseta negra y gorra café. El sitio era muy acogedor, parecía un pequeño taller de un pintor, sólo que no había óleos sino lápices de colores, y una gran pintura en lienzo, de unos dos metros de alto, de fondo negro y colores vivos.
Aquel joven estaba pintando con colores de ‘doble punta, doble color’, una figura que a primera vista no pude reconocer bien porque estaba hecha a lápiz y lo que pintaba en su interior, con color rojo, no tenía forma aparente.
Me volteó a mirar y me sonrió sutilmente. Como yo había estado ya ahí el día anterior, me reconoció de inmediato. Habíamos acordado que yo vendría a esa hora porque él tenía cita con una joven que se quería tatuar. Me saludó y me notificó que ella aún no llegaba: “Si querés la podés esperar” dijo suavemente, pese a que sonaba una canción de Calamaro en un volumen que no facilitaba el diálogo. Yo asentí y le di las gracias, mientras admiraba la facilidad con la que degradaba el rojo en lo que, ahora sí pude descifrar, era la boca abierta de un lobo.
Al verme de pie me dijo “Ay no, vení te traigo un asiento, cómo te vas a quedar ahí parada”, con una actitud siempre amable que dibujaba una cálida sonrisa u da la sensación de que es una persona sencilla y descomplicada.
Me senté a su lado mientras él seguía pintando con su brazo derecho, que estaba completamente tatuado desde la muñeca hasta el codo.
– ¿Y hace mucho que haces tatuajes? – le pregunté.
– Pues sí – me dijo, sin despegar la mirada del dibujo – desde que tengo 17 años y ya tengo 23.
– Y cómo aprendiste...
– No pues uno aprende con otros tatuadores, ellos le van enseñando a uno – me dijo mientras yo notaba que en la ceja izquierda tenía una cicatriz en la que supuse alguna vez hubo una perforación.
– ¿Y qué es lo que te gusta de los tatuajes?
– Pues hay gente que dice que esto es arte. Como yo estoy en esto, pues me los he hecho como adorno. Éste – dijo señalando un tatuaje de una rosa roja que tenía en el pliegue del brazo izquierdo – me lo hice cuando mi abuela murió y así hay gente que se los hace por gusto o decoración o hay unos que lo hacen muy frecuentemente, cuando les pasa algo importante. Yo me hago uno por ahí cada año, ya tengo cuatro en total – y se levantó el jean para mostrarme uno que tenía en la pantorrilla izquierda. El que me faltaba por notar era otro en el antebrazo izquierdo que decía “RESPETO” en tipografía gótica.
– ¿Y qué con las perforaciones?
– Pues he tenido muchas, por ahora sólo tengo las expansiones en las orejas, sino que hoy no las tengo puestas. Pero he tenido varias que me he quitado porque van perdiendo la gracia.
Así, mientras pintaba el lobo, me contó varias cosas de su vida. Que está estudiando artes plásticas en el IPC, que vive sólo desde hace tres años y que los tatuajes son su fuente de ingreso. Con ello me di cuenta de que era tan común y corriente como yo o cualquier otro joven y que aquello de los tatuajes, más que un trabajo, es una pasión que ejerce por verdadero gusto y talento.
– Y qué piensan tus papás de ésto – le pregunté, pensando en que me iba a responder que hace mucho no los veía, o que no estaban de acuerdo con lo que hacía.
– Nada. Anoche me quedé a dormir donde ellos – me respondió tranquilamente, cambiando de dibujo, a una mariposa que apenas empezaba a tomar vida con un amarillo pálido –. Ésta es la mariposa que se va a hacer Elisa, la pelada que viene ahora.
Marcas temporales
En ése momento subió otro joven, de ojos café claro - bonitos e impactantes -, perforación en la ceja izquierda, expansiones en las orejas, una pequeña mancha café en el lado derecho de la punta de la nariz y el pelo formando una especie de cresta, no muy pronunciada. Me acerqué a él y me presenté; se llamaba Gustavo y cuando le conté mi intención de escribir una crónica sobre lo que ellos hacían, me sonrió y me dijo “¡Chévere!”, con un gesto amable y cálido que me hizo sentirme aún más cómoda de lo que ya me sentía en aquél lugar, del que inicialmente pensé, sería frío y temeroso.
Acto seguido, entró a la habitación del lado izquierdo una pareja de novios que querían hacerse un tatuaje en henna, tinta especial para tatuajes temporales. Se sentaron sobre la camilla y noté que la jóven, de blusa negra y converse del mismo color, tenía un botón en el pecho que decía “No reggaetón”. Gustavo – o Tavo, como le dicen todos – les tatuó en la parte interna del antebrazo sus respectivos signos, cáncer y virgo en letras chinas, como sellando un pacto de amor entre los enamorados.
El procedimiento fue muy simple: primero, calcó de unas páginas de fotocopia que tenía, el motivo a realizar; después aplicó Repelex (repelente para insectos en barra) en la zona a tatuar y puso el dibujo encima de la piel, haciendo presión para que la tinta pasara y quedara como una guía para aplicar la tinta real.
Después, con papel de cocina, retiró el exceso de repelente y comenzó a rellenar la figura con un tarrito pequeño que se asemeja al de las gotas para los ojos u oídos, pero con punta metálica, y que contenía la henna que es de color negro.
“Eso se seca y queda como una carachita que se quita sola y les queda manchadita la piel”, le dijo Tavo a la pareja una vez que terminó.
Cuando se fueron, sentí bastante curiosidad y le pregunté a John cuánto costaban esos tatuajes y cuánto duraban. “Pues de cinco mil en adelante y te dura por ahí diez días”. Sin pensarlo dos veces le dije que me quería hacer uno, entonces Tavo me pasó un envuelto de papeles en los que había diseños de todos los tipos, desde tribales hasta animales, marineros y hasta mujeres desnudas.
Escogí un Ying Yang que tenía forma de sol y le dije que me lo hiciera en el mismo lugar donde la pareja se lo había hecho, pero entonces me pidió que lo esperara un momento, porque iba a hacer una perforación. Seguido a ésto, subió un Joven trigueño que se sentó en la camilla negra. A un escaso metro de ésta hay una silla de barbero bastante vieja, que no utilizan mucho, según pude ver. Me senté al lado y observé cómo el muchacho sacaba la lengua y, Gustavo, después de ponerse guantes de látex y tapabocas, envolvía la lengua con un papel de cocina para secarle la saliva.
Con un micropunta, Tavo marcó hábilmente los orificios por los cuales introduciría la aguja. Después de que el joven se mirara al espejo y aprobara, cogió una aguja de jeringa que previamente había partido con cuidado y la untó con Roxicaína (anestesia). Unos segundos después, agarrando el órgano firmemente como un carnicero que manipula su carne con destreza, introdujo la aguja horizontalmente.
Inmediatamente, sin quitarla, metió la argolla por un lado y la aseguró, para luego sacar la aguja y desecharla en un tarrito rojo como el que tienen los hospitales para eliminar objetos cortopunzantes. Con el papel de cocina secó un poco de sangre que le había salido y asintió como un chef cuando termina su plato más exclusivo.
– Listo parce. Te tenés que cuidar de las comidas calientes y picantes, no tomar trago ni fumar hasta que se te sane y no dar sexo oral por un mes – le recitó Tavo a su cliente, quien se había mantenido inexpresivo todo el tiempo, incluso cuando la aguja había entrado en su lengua, como si se sintiera orgulloso de su valentía al hacerse cosa semejante. Tal vez este tipo de prácticas sean una forma de demostrarse a sí mismo el coraje para enfrentar riesgos.
Apenas se fue, Gustavo siguió conmigo. Calcó el dibujo que escogí –un ying yang en llamas, me aplicó el Repelex y se dedicó a delinear y rellenar con precisión milimétrica la figura. Cuando terminó, el tatuaje quedó como una figura en relieve y sentí una sensación refrescante en la piel, como la que queda en la boca después de comerse una menta o cepillarse los dientes.
El tatuaje de mariposa
Eran ya las 5:30 cuando mi tatuaje temporal estaba terminado pero fresco. En eso llegaron dos niñas, una en uniforme de colegio y la otra en falda de jean, sandalias y blusa amarilla, que saludaron a John y luego se acercaron a Tavo, a quien saludaron con mayor entusiasmo. Inmediatamente las dos se percataron de mi tatuaje y comenzaron a hacerme toda clase de preguntas sobre él, incluso lo admiraron. Entre tanto, me di cuenta de que la del uniforme era Elisa, la que se haría el tatuaje de mariposa.
Hay quienes, como una profesora que me dio clases en el colegio, aún piensan que quienes se hacen tatuajes son “los de la calle”, los presos y los marineros. Sin embargo, el arte de los tatuajes viene desde tiempos arcaicos e incluso nuestros ancestros indígenas lo practicaban con diversos fines.
Y es que, contrario a lo que uno esperaría, Elisa no tenía ningún tatuaje. Ni ella ni su amiga. Además, por el colegio en que estudiaban y la manera en que hablaban, deduje que eran niñas de estrato alto, con ganas de experimentar cosas nuevas, típicas de una niña de su edad (16 años).
La de la falda de jean, María del Mar, mantenía constantemente una expresión de alegría, como si todo le pareciera hermoso, además de que tenía una amplia sonrisa que esbozaba cada vez que reía. “Yo soy un chocolate envuelto, ¡soy tan dulce!” me dijo, arrugando los ojos. Curiosamente, ambas simpatizaron conmigo al instante.
Me contaron que ambas se habían hecho hacía dos semanas un piercing en la lengua ahí mismo en Tribu, pero que María del Mar se lo había tragado dormida. Más adelante pude percatarme, por un tic que tenía Elisa de morder la joya de su piercing, que ella sí lo conservaba.
Por su lado, John Jader comenzó a preparar lo necesario para trabajar: envolvió la camilla negra con papel plastificado, sacó las tintas de diversos colores – rojo, amarillo, verde, negro, azul -, sacó dos barras metálicas con múltiples agujas (del grosor de un alfiler) en la punta, una para delinear y otra para colorear y las metió en las máquinas tatuadoras, similares a pistolas metálicas. Una de ellas tenía una hoja de marihuana del mismo material como adorno.
Mientras tanto, Elisa me contaba la razón para hacerse el tatuaje: quería tapar la cicatriz que le dejó una operación por apendicitis. Lo de la mariposa era porque desde pequeña le ha gustado ese animal. También me contó sobre ella misma:
– Yo soy una persona muy cerrada, antipática con la mayoría de la gente. Es que después de lo que le pasó a mi mamá uno ya no confía en nadie y por eso a mí todo me importa un culo – me comentó, como si me conociera de toda la vida.
– Ah... y ¿Qué le pasó a tu mamá?.
– Mi papá la mató – respondió de forma casi inexpresiva, como si realmente no le importara; como alguien que cuenta una anécdota cualquiera de su infancia.
En el momento me quedé en shock. Me tomó totalmente por sorpresa y por dentro sentí que el corazón se me exprimía. Ni siquiera se me ocurrió pensar que me estaba mintiendo – aunque quien sabe. Ella siguió hablando, diciéndome que por eso ella no quería a su papá, que le daba igual.
– ¿Y a tu papá no le hicieron nada? – le pregunté sorprendida.
– No, pues el se cambió el nombre y los apellidos y se perdió, entonces nunca le hicieron nada. Yo lo veo por ahí de vez en cuando, pero yo vivo es con mis abuelos.
Quedé aún más estupefacta y recordé algunas cosas que la gente suele afirmar sobre los que se tatúan o perforan: muchos lo hacen porque han vivido situaciones difíciles que les dejan una marca en el alma y deciden llevarla en la piel, como si necesitaran desesperadamente recordarla a cada instante.
Cuando John Jader por fin terminó de alistar los instrumentos, Elisa se quitó la falda quedándose en unos shorts diminutos. Acto seguido, se los desabrochó sin rastro alguno de pena y se acostó en la camilla a petición de John, quien le puso papel de cocina en medio de la piel y los shorts, para que no se mancharan con la tinta.
– ¿Te importa que sea público? O tapamos esa puerta de ahí – dijo señalando el pasadizo que comunicaba las dos habitaciones y que en realidad no tenía puerta.
– Nah! – le respondió ella alzando los hombros y arrugando la boca – así no más, eso que importa.
Fue ahí cuando Elisa pareció despertar de un profundo sueño y pensó en el dolor que le esperaba. Aferrada a mi mano, soportaba el dolor que la máquina le producía. John comenzó por delinear la mariposa con negro, para lo que regó una considerable cantidad de vaselina sobre la mesa que estaba a su lado – donde tenía todos los instrumentos – y untó una pequeña cantidad de tinta negra sobre ella.
Durante el proceso, untaba la punta de la pistola con la tinta encima de la vaselina, ponía algo de ésta última también sobre la piel de ella y con una habilidad admirable comenzaba a repintar las líneas del boceto que previamente había transferido a la piel de Elisa. Noté cómo el abdómen de ella se contrajo con el primer trazo: la aguja entraba y salía de su piel con una velocidad increíble, como un pájaro carpintero. Salían pequeñas cantidades de sangre y exceso de tinta que él limpiaba con papel de cocina, a medida que las líneas iban quedando definidas.
Después de unos minutos, Elisa me soltó y se llevó las dos manos a la cara, tapándosela y haciendo presión sobre ella, como si pensara que así eliminaría el dolor. Yo mientras tanto observaba cómo la mariposa tomaba vida y penetraba en la piel de Elisa, echándole un vistazo de vez en cuando también a mi tatuaje que comenzaba a secarse y desprenderse como una caracha, dejando tan sólo la imagen absorbida por la piel.
En eso, John se demoró una media hora, rematando los extremos de las alas con una franja negra gruesa con bolitas sin rellenar en su interior. De igual forma hizo una franja que atravesaba verticalmente el cuerpo de la mariposa.
Luego cambió de pistola para rellenar por fin la figura y, como había hecho anteriormente con el negro, echó un poco de cada tinta sobre la vaselina y comenzó pintando una franja roja horizontal en las alas, sobre la piel enrojecida. Luego, pintando en círculos, rellenó los extremos de las alas con amarillo, degradándolo hacia el centro, y noté que la cicatriz de Elisa sangraba un poco.
– Ésta duele menos ¿cierto? – le preguntó John con una sonrisita burlona. Ella tan sólo se quitó las manos de la cara, soltó un sonoro ¡Já! y cerró los ojos, mordiéndose la boca.
Yo, al ver que todos los poros estaban llenos de sangre, me preocupé por el destino de aquélla aguja que podía traer tantos peligros consigo.
– Ve, pero esas agujas son....
– Desechables, claro – me respondió con seriedad – porque las agujas igual se van gastando a medida que uno va tatuando y si uno las reutilizara, igual no le servirían. Y pues obviamente es muy delicado porque puede traer enfermedades y cosas de esas.
Prosiguió rellenando el interior de las alas con verde y un poco de rojo. Finalmente, rellenó el cuerpo con café y le puso unas pequeñas manchas blancas a lo largo de éste. Ante mis ojos vi una mariposa bella y colorida a la que, para ser tan maravillosa como cualquier otra, sólo le faltaba volar.
Elisa pareció recuperar las fuerzas y, admirando su nuevo y hermoso tatuaje, se levantó de la camilla muy contenta. John Jader le envolvió la cintura con papel plastificado para que no se manchara los shorts, mientras ella le daba las gracias por aquella obra de arte. Yo por mi parte, noté que mi tatuaje ya estaba seco.
– ¿Me quito la caracha? – le pregunté mostrándole el brazo.
– Lávatelo debajo del chorro del agua para que la piel absorba mejor la tinta y el tatuaje te quede más negro.
Entré al ‘semibaño’ y, efectivamente, luego de lavarme el área y quitar la caracha con el agua, el tatuaje quedó más nítido de lo que estaba antes.
Elisa se despidió fugazmente después de ponerse de nuevo la falda, como si el sólo sitio le recordara el dolor del tatuaje y quisiera salir de ahí. De inmediato bajó a buscar a su amiga que desde hacía rato se encontraba en el primer piso con Tavo, mientras que John acomodaba de nuevo la camilla, desechaba en el tarro rojo las agujas y recogía todos los materiales, con la satisfacción que deja haber terminado las labores del día con un impecable trabajo.
Después de la agitada jornada y complacida con mi tatuaje, quedé admirada con los diversos significados que podía tener un sencillo dibujo en la piel. No me queda duda alguna de que los tatuajes son un arte profesional, pero sobre todo, seguro e higiénico que – contrario al arcaico concepto que se tiene de ellos – no es privilegio sólo de presos y marineros.